sexta-feira, 29 de outubro de 2021

"Dos para cargar la soledad" . Cuento . Gustavo Henao Chica - Colombia

 A Patricia Parra Gutiérrez

 

Pesaba menos cuando la levantamos entre los dos. Eso parecía. De todas formas, si hay dos para cargar lo inexplicable, se puede sentir que la soledad es tan sólo el paso que falta para llegar a un abrazo con el otro. Éramos pura adolescencia con el olor aun fresco del colegio. Teníamos unos sustitos. Vivíamos unos miedotes. Éramos piel y sensación al borde de sentirse, una palabra que saliera de la boca, no de cualquier boca, la de uno, que nublara pensamientos o produjera taquicardia; esa palabra, aunque no fuera para una, resonaba en todo lo de una. Corríamos mucho: seis materias, la biblioteca, los conciertos, el mitin, el cine, la cerveza en Villamil, un quiz, el parcial, Marx, el Che, asamblea estudiantil y los primeros orgasmos.

Lo conversamos en el restaurante, estábamos eufóricas, “práctica de psiquiatría”, tercer semestre, vestidas de blanco enfermera; hablamos en el bus de regreso a la universidad, vivir esta experiencia era ser, con pacientes reales en el hospital mental. 

   -Sin uniforme- dijo la docente.

   Ahí nos sentimos ofendidas. El símbolo, la tarjeta de presentación, el vestido para el good will guardado en casa. Señorita, doctora, enfermera.

  -Se contamina el proceso terapéutico- indicó la docente-. Ese uniforme es una señal que puede desviar o entorpecer la información desde el paciente.

          Se entendió que el uniforme tenía la huella de algún vicio, que estos pacientes veían esa huella. Me quedé entonces con la camisa de algodón manchada en parches, la mochila de cabuya de varios colores, el pantalón de botas anchas con flecos en la parte inferior, las chanclas de cuero con suela de llanta de carro, el cinturón negro con enchapes plateados, la bufanda de lana para adorno, porque estábamos en verano o en sequía, bueno, y camuflados mis cigarrillos Pielroja sin filtro que ya me fumaba en cantidad; dentro de un libro el periódico con la foto de Atahualpa Yupanqui, una crónica sobre victor Jara y un poema de Neruda; nada de maquillaje porque mi cara es lavada, siempre la tuve así. Decíamos tonterías y nos movíamos en el bus rumbo al mental. Al conductor, que nos conocía porque también nos llevaba al restaurante en el liceo antioqueño, le hicimos algunas bromas, y el nos hizo chistes que no entendimos hasta después de la practica. De pie, esperando que se abriera la puerta de entrada y sin que nadie nos lo dijera, hicimos silencio, mucho silencio; tanto, que dolía.

          La docente, haciendo lo suyo que ya era rutina, repartió el grupo por los diferentes pabellones; ya adentro me sentí deshabitada; después de pasar aquella puerta no vi nada de lo escrito en los libros, todas aquellas imágenes de hombres y mujeres dueños de un mundo se movían, pasaban, gritaban, me encerraban, me envolvían en aquel sueño, ojos extraños, sonrisas nuevas, frases que no entendía, lamentos, cuerpos moviéndose según el dueño, muros, rejas, choques eléctricos, soledad. Sola y pasmada en un rincón.

Fumando compulsiva entré a una tiendita, me tomé un aguardiente doble y le di salida a mi primera depresión; después del guaro y por varios meses me embriagué de Kafka, me inundé de existencialismo. Cuando por fin volví a la universidad a los cinco días, las demás habían cambiado, les vi en los ojos la transformación, quedamos doce de las veinticinco.

          La docente, que era un ser de libros, ni supo que hubo deserción ni se enteró de que estábamos muriendo; en nosotras el encuentro con el mundo del “loco” era como una autopsia espiritual, o un diluvio de impotencia, o una gran duda. Los terapiados eran terapeutas, producían llantos y risas a todas, la conmoción que provoca el descubrir la ignorancia. Allí nos encontramos colocadas por quienes habían visto el mundo en forma cuadrada, los que dijeron que existe un adentro y un afuera, y que nos pusieron a pensar así varios meses o por el resto de la vida.

          Me pareció entender algo simple: si quería acostumbrarme al otro mundo no podía seguir siendo yo; para poderlo entender tenía que ser el otro, sentirme de ahí, el otro y yo en el mismo lado.

          -¡Hey, hey, vení! ¡Mírala, mírala! Se me cayó y no la puedo levantar-.

          Los que pasaban seguían indiferentes. Ahí en el piso estaba la lengua tirada, se le había caído y no la podía mover.

          -Pesa, pesada– inclinado y con un esfuerzo evidente en sus músculos tensos, las venas hinchadas, la respiración agitada y el sudor mojando camisa y rostro. Le daba vueltas, de rodillas, con una escoba como palanca, pero la lengua seguía inmóvil, lengua-tonelada, lengua-soledad. A empujones lo retiraban del sitio varios hombres, y luego gritos por los choques eléctricos, y después fatigado pasaba arrastrando su lengua boa.

-Vea, vea, vea, que se me está cayendo– el hombre corría angustiado, malabarista, tratando de sujetar su lengua para que no fuera al piso; la lengua babosa, resbalosa como pescado, serpenteaba, entraba y salía de la boca y al fin iba al suelo.

          -Mírela, mírela-.

          Ya en el suelo, la lengua adquiría aquel peso enorme. Lo dejé en el forcejeo un rato, esperaba que mi lengua no se fuera a inquietar antes de ayudarle. Ya estaba agitado y con los ojos enrojecidos por el esfuerzo.

     -Listo, ¿de dónde agarro? –le pregunté.

       Con palabras entrecortadas porque le faltaba el aire, se animó:

-De la punta, que a mí me queda difícil-.

Le di vuelta a la lengua por el extremo.

-Si la enroscamos, yo creo que es mejor- le propuse.

La sostuvimos levantada, luchando con ella para introducirla en la boca, durante veinticinco minutos, hasta que por fin entró. Salí de aquel cuarto aturdida con un dolor y un martilleo en la cabeza, oyendo muchas voces que hablaban por todos los lados en el interior de mi cráneo. La docente se sorprendió al verme, los hombres se miraron. Vagamente, como entre una nube, recuerdo su imagen cuando me iba: solo, sentado en el piso, miraba, tal vez contando los pasos que me alejaban de él o los que me acercaban a la puerta que diferencia lo normal de lo anormal; en ese último paso, inevitable de todas formas para salir, se llevó la mano a la boca apretando con fuerza para que su lengua no cayera. Las manos de mis compañeras me sujetaron para que no me desplomara.

Gustavo Allonso Henao Chica

 

Cuento del libro: "Historias en agua y tierra"(página 7)

Email: escritoresacademia1957@gmail.com 

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Gustavo Alonso Henao Chica nació el 19 de diciembre de 1957, en Jericó - Antioquia - Colombia. Entrenador paralimpico Es Licenciado en Educacion Especial por la Universidad de Antioquia; y Especialista en literatura Producción de Textos e Hipertextos por la Universidad Pontificia Bolivariana.  Publicaciones: De la intimidad. Cuentos; Textos para Afrodita Poemas; En busca del asombro. Teatro. Fragmentos alucinados. Ensayos. Historias en agua y tierra. Relatos. Cuentos para leer en el crepúsculo. Cuentos. Coloquios de adolescencia. Articulos. Libro de poesías Saudade... Lançado em agosto/2021 - Gustavo Henao Chica e Vanice Zimerman (Brasil).

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