EL ARQUERO DE BUENAVISTA
Para los niños la fiesta continuó todos los días, tener una cancha en el barrio era motivo más que suficiente, así que, día a día, todas las mañanas “Gafitas” llegaba solo, aún le enfriaba el rostro la brisa del alba. Iba hasta uno de los arcos y recostado contra el paral jugaba con las gotas de rocío, uniéndolas hacía chorros de agua que vertiginosos se deslizaban hasta el piso, luego detenido en el centro del arco, fijaba su mirada al frente, esperando el balón imaginario que llegaría para ser atajado.
Los primeros rayos de sol
asomaban juguetones por las montañas,
pasaban algunos minutos antes de que que otros muchachos vinieran, tiempo que
él utilizaba para intimar con los arcos: acariciándolos, mirándolos,
hablándoles en pensamiento porque expresarse hacia fuera no era lo suyo;
gritando aparecían por la esquina y desde allí le pateaban el balón, en ese
momento la mañana tomaba vida entre chutes al arco y picaitos, unas horas después
ya cansados lo dejaban solo, él se quedaba con su silencio hasta que el temblor
en las piernas y el hambre lo hacían irse. Jugaba al fútbol porque sentía unas
ganas inevitables, todo en él era alegría, y la alegría lo bañaba a raudales
cuando le decían: “vamos a jugar”. Pero nada tan maravilloso como la tarde que
jugando en la manga de Vicuña lo pusieron a tapar, ese día fue ungido como
arquero oficial. Ese puesto, el de arquero, nació con él, Masámbula le decía
resorte por la rapidez y flexibilidad con que reaccionaba en busca del balón,
los partidos se programaban si él podía asistir, de lo contrario sus compañeros
preferían no jugar.
En el momento en que René Higuita hizo el gol de tiro libre y la voz emocionada del narrador Jorge Eliécer Campuzano se regó por los aires pasó las montañas y fue al infinito, se levantó de la silla sobrecogido por una conmoción tan profunda que las lágrimas le salían como liberadas, esa sensación no la experimentaba desde el día en que Otoniel Quintana, arquero del Millonarios, había conseguido el récord de mil veinticuatro minutos sin recibir gol.
En el fútbol fracasó, el día que lo observó tapar
Turrón Álvarez, un exfutbolista que jugó en el Nacional, quien estaba encargado
de seleccionar cada año los niños de la preparatoria “República de Venezuela”
para participar en los interescolares.
Con su tula al hombro, apoyado contra la valla metálica que bordeaba la cancha de la Unidad Deportiva Belén, pensaba en lo cerca que estaba el día para jugar allí, en aquella grandota y verde. Se veía debajo de esos tres palos, imbatible, con sus voladoras y sus achiques perfectos al piso y ¿por qué no? tapando un penalti. En la escuela sonó el segundo toque de campana para ingresar, cerró sus fantasías y entró.
Terminada la clase de gimnasia el profesor de biología lo llamó para contarle que al día siguiente vendría Turrón Álvarez a escoger el equipo que los representaría en los interescolares.
- Yo lo he visto tapar a usted, no me vaya a defraudar – dijo el profesor. Él lo miraba abrumado.
- Mire, a mí no me gusta el caleño, ese puesto lo tiene que ocupar un Paisa -, Dijo el profesor de biología. ¿Quién era el caleño y qué significaba eso? Para él todos los muchachos de la escuela eran eso, muchachos. ¿Paisa? ¿Qué es un Paisa? Quedó en la misma, era la primera vez que oía ese tipo de diferencias.
Esa noche le fue difícil conciliar el sueño, durmió poco y quejándose por momentos. A las seis de la mañana despertó sobresaltado pensando que se le había hecho tarde. Mientras desayunaba vinieron a su memoria las palabras del profesor de biología. Con meticuloso esmero preparó su atuendo: los tenis guayos nuevos, el buso, la pantaloneta, también tenía para estrenar unas rodilleras abollonadas.
Ya dentro de la cancha y por primera vez con el bullicio de los niños y los gritos de los profesores desde las tribunas, se sintió pequeño. Desde que vio venir el balón intuyó que lo pasaría, fue a su encuentro en un momento en que el defensa reaccionó tarde. El “pinchado” Pedro Casas, ese que vivía en Altavista, se levantó un poco, dejó que el balón lo sobrara y le pegó de taquito. Muchas veces jugando en su contra sin ojos seleccionadores o juzgadores, aquella jugada habría sido fácil, Casas jamás le había hecho un gol. En ese partido le metieron tres goles de arquero, pero es que amaneció enfermo de miedo, los tenis guayos le apretaban y la arquería era para un gigante.
Aquí supo quién era el caleño, lo vio tapar,
entendió, era el arquero de la sección B, cuando lo tuvo enfrente moviéndose
junto al arco, se le hizo un amarradito en la garganta. Usaba guayos de cuero,
una balaca en la frente y por supuesto el uniforme del Cali. Hablaba con otro
acento, ordenaba y manoteaba a sus defensas para ubicarlos durante los tiros de
esquina o libres, anticipando con decisión se levantaba para rechazar el balón,
siempre se movía en actitud decidida, logrando ablandar a los delanteros, sólo
Betancur que no comía de nada hacía caso omiso a sus gritos amedrentadores,
después de puñetear algunos taponazos, volvía al arco, ufano, caminando a lo
pavo. Pavo caleño.
Parado apoyándose en su bastón, el exjugador cojo del nacional lo observó moverse inseguro y al balón pasar la línea de gol en tres oportunidades.
- Lo hacen quedar mal a uno, cuando se confía en ellos y a la hora de
responder, nada -, esas palabras sonaron en su cabeza muchos días. El profesor
de biología no lo volvió a saludar y él tampoco a jugar al fútbol.
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