quarta-feira, 1 de março de 2023

Es hasta el poste, mamá . Cuento . Gustavo Henao Chica

 

Es hasta el poste, mamá

Gustavo Henao Chica

 Historias en agua y tierra

 

Vicki se detiene; ni seguir, ni volverse. El dolor lo impide. Guarda el quejido entre los dientes, sus párpados cerrados; en los músculos de la cara, una tensión dolida. Se nota

          Con las manos frota los muslos. Lo que siente la lleva casi a la pérdida del sentido. En el día, varias veces la contorsión y sobarse. El cuerpo no se acostumbra. Fricciona lento cuando la tortura termina. Su respiración se normaliza. La caja toráxica retoma la posición vertical.

La mujer se da cuenta del trajín en la calle. Palidez y sudor le quedan en el rostro. Abre los ojos. Encuentra miradas preguntonas de los que pasan. ¿Un cerco, un encierro? ¿Qué le pasará? ¿Por qué está así? ¡Pobrecita! Preguntas y frases que se adivinan. La gente no sabe esconder la mirada lastimera. Con la manga de la blusa desagua la frente. Ser invisible. No estar. Morir, piensa. Por esta maldita calle ha pasado desde la niñez. A nadie parecía importarle. En esta tarde se empecinan, golpean y golpean con esa mirada que inferioriza.

Metidos que son, ¿muy raro o qué? De tanto curiosear se elevan, los coge un carro y pac, un título para la columna de accidentes. ¿No hay más qué ver? ¿Soy lo único? ¡Sigan a sus varias partes! Insensata, dentro de la casa estaba mejor, allí hay quietud y pocos ojos. Lo piensa, arrepentida.

          Salió con la esperanza de encontrar un vuelo a sus ideas. Arrinconada en su propio olor creía consumirse. Un poco de aire en la calle, unas sonrisas, quizá un piropo, pero pieza y calle se le tornan iguales, ambas con menosprecio y lástima. Maneras de agredir sin tocar. Las ideas de Vicki tienen vida. Comprende que hay dos mundos: el de ella y el otro, que es la calle con sus ruidos y aire malsano. Dan indiferencia, no piropos. Ahí sobra, estorba tanto que la gente se desvía o detiene los pasos antes de llegar. Calle y pieza son iguales. El mundo que no es de ella. En la pieza, un silencio que da frío, medio cementerio; la madre es la compañía, tiene setenta años de cansancio. Amigos también entran. Hace seis meses cada vez menos. Hablan bajito, sentados a su alrededor como en un velorio. Entre las palabras, eternidades de silencio. Incomodidad. Nada qué decir, y lo que dicen, impropio. Vicki soporta las palabras que son golpes.

-¿Te acuerdas de cuando bailamos en tus quince? Esa noche tuvimos que correr, por un borracho que empezó a echar piedras, ¿te acuerdas?

Tendrían que vivirlo y así medir el lenguaje; ignoran ellos las dimensiones del verbo en esta condición que nadie envidia. Muertas las risas, los chistes y los bailes, los amigos escasean. ¡Quisiera estar muerta! Una vieja, amiga de su madre, se atrevió a llevar una camándula. Ganas no le faltan de suicidar la otra mitad.

La sobreprotección de la madre hace que se sienta inútil. Exagera en los ciudadanos. ¿Qué necesita? Deje, yo le ayudo. No haga eso, usted no puede. Amor de madre, Vicki entiende. El destino puso el espaldar y ella recostada. A su madre hubiese querido darle todo. Imposible. No es más que una carga. Viven sufriendo… ¿Por qué a mí? Sin resignarse. ¿Por qué a ella? Tan buena hija.

Descubrir que su madre ha llorado porque todavía no acepta que esté así, es mirar el dolor en un espejo doble. Debería ser ella quien protege, quien atiende, pero la vida invirtió el orden.

-¡Pobre madre, yo tan inútil! Piensa. En el momento en que intenta dar el giro, el poste se interpone. Lo mira. Ése de cemento –conocido de toda su vida, clavado ahí, con más años que ella –le parece que sin ser árbol ha crecido o que ella creció como raíz. En medio del colegio Javiera Londoño, las Torres de Girardot, el edificio de San Ignacio y la Caja de Previsión, perdida está ella. El edificio, las torres al frente, fue de su altura; mirado desde su posición actual se le ve introducir su punta en el cielo.

Un impulso atrás. Se aquieta de nuevo. No por dolor. Es el recuerdo de ella y el atleta recostados contra el poste de cemento, juntando piernas que entonces sentían. Recibiendo sus besos de adolescente. Haciendo el malabar de quitarse los zapatos, sin dejar de lamerse los labios. La visión se presenta como si fuera del día anterior. El muchacho era su alumno, boxeador por aquellos meses. Su instructor primero en las artes de sentirse. Él le ayudó a estrenarse. Tenía la necesidad de usar completamente su sexo. Bien o mal, nadie olvida aquel encuentro corporal uno.

El poste es más viejo que ella y sigue parado. De pie está la madre, esperándola a la entrada de la casa. A media cuadra.

- Es hasta el poste que voy, no se preocupe – dijo Vicki al salir.

          Sin convencerse, la madre veía cómo se alejaba. En aquellas noches con el muchacho, verlos no, oír casi seguro. Las madres no se duermen hasta que los hijos entran. El muchacho no se quitaba los zapatos de plataforma y entrar hasta la casa en lo oscuro, teniendo aguardientes en la cabeza, era ruidoso. La madre en el cuarto de arriba debía de oírlos. Nunca dijo.

          En el interior de la pieza hacían los dos el final de su juego iniciando en Cupido, un lugar frecuentado por ellos, donde sólo se escuchaban los boleros de Roberto Ledesma y Leo Marini. A las seis salía él, apresuradamente.

          La distancia entre maestra y alumno evitaba sospechas en el colegio. El muchacho, conservando la misma actitud que Vicki, interpretó en un principio indiferencia por la mujer adulta. Frialdad aparente, porque encaprichado estuvo. No por Amor. Sólo saboreando su cuerpo. Aquí en esta esquina, vigilados por el colegio Javiera Londoño, se detenían cada noche al regreso de Cupido. Era un ritual.

         Una tarde, después de gastar el resto del deseo, decidieron separarse definitivamente. No con llanto. Lloran los que al perder quedan sin esperanzas. Ahora seis meses de lágrimas tiene ella.

          Idos cada uno. Él estaba listo para las jovencitas de la Javiera y ella para los hombres de años. El último encuentro fue a manera de premio. De ella hacia él. Habían estado en el coliseo y él ganó. Puso fuera de combate a su rival. Ella le dio el placer hasta donde es posible. Al regreso en el cuarto se dejó ver. Lo hicieron en el día y si temor a ser descubiertos por la madre. Permitió ser vista. No hubo rechazo en él. Antes sabían de la piel palpándose en la noche. Vicki, inconforme con el cuerpo, procuraba no evidenciarlo: una blusa en la que cabía ampliamente disimulaba su arriba.

         Las caderas y las piernas las mantenía bajo los pantalones bota campana. El rostro, oculto tras los anteojos. Entupida que es una, piensa añorando. Una sonrisa se detiene. Se humedecen los ojos. Los labios tiemblan. Mira hacia la casa. La madre sigue a la espera. Hace señas, es mejor ir. Tiene suficiente, innecesario causarle más angustia, se dice a sí misma.

          Del muchacho tuvo noticias; retirado de los cuadriláteros, cambió el ejercicio del cuerpo por los alimentos del intelecto. Los amigos le dieron rótulos: loco, decían; filósofo en desuso; oidor de música de semana santa. Vicki siente cariño al recordarlo. No es de olvidarse. Fue el primero sobre su cuerpo.

          Por unos años se perdieron las historias, hasta que la sorprendió esa voz de hombre disertando en la radio. Elocuencia desconocida; no la tenía en el colegio ni en el discurso amoroso. Hacia llamados conmovedores a la esperanza. A valorar el resto de la vida. A sobreponerse al infortunio. Ningún ser humano está exento de una situación así, dijo cada vez.

          Vicki lo comprende, mirando el poste. Una verdad que aunque dicha, anunciada, no imaginó en su vida. Aun hoy quisiera pensar que es mentira, que está oyendo en el programa de radio un testimonio de otra persona. Nunca tuvo la sospecha de que ese mensaje fuera de futuro. Una profecía para su cuerpo.

         Perdido el muchacho, idea ninguna de dónde encontrarlo. Hace cantidad de ayer que no lo sabe. Ahora lo necesita su cuerpo, pero no por lo de antes. La calle sigue de gentes repleta. El sol se ha ocultado. El poste queda sin sombras. Vicki al fin se aleja de la esquina. Lleva la mirada atenta al piso. Hay ranuras en la acera y puede volcar.

-        ¿Es que no ve, o qué? Imbécil.

El hombre, al igual que las demás personas, desvía los pasos. La madre viene a encontrarla.

 *** 

Gustavo Henao Chica nació el 19 de diciembre de 1957 en Jericó - Antioquia - Colombia. Entrenador Para-límpico. Licenciado en Educación Especial por la Universidad de Antioquia, Especialista en Literatura producción de Textos e Hipertextos por la Universidad Pontificia Bolivariana. Publicaciones: De la intimidad, cuentos. Historias en agua y tierra. Cuentos. Cuentos para leer en el crepúsculo. Coloquios de adoescencia. Articula. Libro de poesía Saudade... Publicado en agosto/2021 Gustavo Henao Chica y Vanice Zimerman. Ensayo. 

 escritoresacademia1957@gmail.com  


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