sábado, 4 de dezembro de 2021

Los ojos le brillaban como soles - Cuento - Gustavo Alonso Henao Chica - Colombia

Para Martín, el mar era a cada momento novedad. A los veintiún años, este primer encuentro con la playa lo alelaba, aunque el calor y ese sudor pegajoso no lo dejan dormir. El entorno en sí mismo era de fantasía. Las chozas, las gaviotas hambrientas, los hombres y mujeres de piel de ébano, el caserío y el horizonte en el siempre misterioso mar, el bravo mar,

Un viejo tronco, tamañudo, traído por las olas, se quedó en la playa cuñado por otros pedazos de madera y por la arena; el agua venía hasta él con poca fuerza, alcanzando sólo a mantenerlo húmedo. Aquello era una caricia del mar al tronco, ambos antiguos; así tal vez se comunicaban, se decían historias muy de agua muy de tronco. A lo lejos se veían algunos ranchos que bordeaban la playa, las palmas cargadas de cocos y las gentes de por allí y por acá. Un poco más allá, las palmeras que la brisa de la tarde movía tierna, amorosamente; a muy pocos metros, los turistas gozaban bajo sus cubresoles. Los nativos venían a invitarlos a dar un paseo en bote, y las mujeres caminando de un extremo a otro de la playa, ofrecían frutas y agua dulce. Ahí mismo dos negras tenían una butaca y, sobre cuatro palos que enterraban en la arena, una tela que daba sombra. Las mujeres que turistiaban iban hasta ellas para que les hicieran el peinado de las trencillas; así volvían felices a Medellín, mostrando sus cuerpos bronceados por el sol y las trenzas que eran la constancia de que de verdad habían estado en la costa.

Embelesado como estaba y sin afanes, dejo su morral junto al tronco, fue hasta una palma a pocos metros, y de los varios cocos que había regados en el piso cogió uno, le quitó la vestimenta y lo metió en una bolsa plástica, que anudó; apoyó el atado sobre el tronco, sostenido por la mano izquierda: respiró profundo y sin pensarlo asestó un golpe seco en todo el centro: el coco se partió. Con los dientes hizo un pequeño orificio a la bolsa y succionó con avidez el agua.

Del morral saco otra bolsa en la que guardaba cigarrillos, encendió uno y empezó a fumarlo desprevenido, mirando aquel atardecer de mar; llevaba el cigarrillo por la mitad cuando se fijó en un punto negro que se movía en el agua, a unos veinte metros de la playa; el punto se aproximaba y, ya más cerca, la forma se fue aclarando: era un cuadrúmano simiesco que parecía un mono flaco sin pelos; iba hasta un rancho, entraba y a poco volvía a salir. Lo que parecía un mono flaco sin pelos, inquieto a Martín, que ya había consumido el cigarrillo; se levantó y se acercó al rancho. Allí vio a una mujer negra sentada en la entrada, que goleaba como en clave con luna vara sobre la arena o contra la puerta, y lo que parecía de lejos un  punto negro salía con rapidez y  subía a una palma, arriba empujaba frenéticamente  las ramas  hasta tumbar algunos cocos; bajaba, los recogía y los llevaba a los turistas, unos diez metros más allá; éstos gritaban y aplaudían, y  lo que parecía un mono o chimpancé se metía al mar sin zambullirse, nadaba a manotazos, hacía cabriolas y  de nuevo retornaba a la playa como  un atleta continuaba su acción  trepando a la palma que tenía las huellas de los agarres repetidos en el  subir y bajar. La mujer negra gritaba algo y el mono o chimpancé o lo que fuera entraba en la choza, los turistas le entregaban unos billetes; ella esperaba un poco antes de volver a golpear con la vara.

Martín regreso por el morral y caminó de nuevo hasta la choza. Al lado de la entrada, la mujer permanecía sentada sobre una piedra, con las piernas abiertas: era una negra abultada y sudorosa con los dientes podridos: llevaba una camisilla que dejaba ver en su axila una espuma blanca. Se quedó mirando al joven con una cierta indiferencia: era afable con los turistas que iban en grupo, porque le daban más dinero, y el precio variaba según la pinta del turista. Aquello era una romería para ver al mono, chimpancé o lo que fuera meterse al agua, hacer cabriolas, trepar a la palma, tumbar los cocos, correr hasta la choza, cuadrúmano.

La negra se murió una mañana, recostada contra la choza y sentada con las piernas abiertas, parecía dormida, hasta que su piel se fue poniendo verdosa y los moscos llegaron a su boca. El mono, chimpancé o lo que fuera esperaba dentro el golpeteo de la vara contra la puerta;  como no lo oía, comenzó a inquietarse y tímidamente asomaba su cabeza a la puerta, mirando a la negra; salía corriendo unos metros, pero se devolvía al percatarse de que la mujer no se había movido; a la tercera salida en falso se quedó afuera, y con la vara de la negra hacía huecos en la arena; por momentos miraba a la mujer esperando que le diera la orden; presintiendo que algo no iba bien, empezó a emitir un chillido que parecía un lamento y a bañarse con arena.

Cinco personas asistieron al funeral de la negra. El mono, chimpancé o lo que fuera llego a Medellín. Para los que lo recogieron fue muy sencillo, porque era un ser sumiso, absolutamente dócil. Los primeros días lo más complejo fue la ropa: le ponían una sudadera de fibra sintética y una camisa de futbolista, minutos después estaba desnudo; pasaron tres meses antes de acostumbrarlo al vestido. Igual sucedía al dormir: lo abrigaban en la cama y al amanecer él estaba en el piso, acostado sobre la cobija. Cuando le pusieron los primeros zapatos, que eran tenis “pisa huevos” se quedó sentado todo el día como si lo hubieran amarrado; si le ayudaban a pararse se colgaba de quien estuviera a su lado y flexionaba las piernas; por la noche cuando se los quitaron se quedó mirándolos sin parpadear hasta que lo acostaron. Los primeros pasos los dio apoyado en dos personas; lo llevaron por el patio, él con sigilo y torpeza ponía cada pie sobre el suelo; después de varios ejercicios caminaba solo, pero le temblaban las piernas y trastabillaba haciendo los intentos.

Paso un año y el mono, chimpancé o lo que fuera estaba en el salón de clases, siempre impasible, sentado junto a otros niños, que se habían acostumbrado a él. En los recreos se montaba en un columpio y se quedaba allí balanceándose despacio, con la mirada perdida, calmado; sus ojos se iluminaban cuando otro chico le decía algo, pero seguía ahí como sin querer que aquello cambiara.

   Sabía leer y cuando la profesora narraba historias o leía cuentos, él se hundía en esa voz, viajaba, alejándose de la realidad; sus ojos brillaban como soles con cada historia.

Usaba otra ropa, no le gustaban las sudaderas ni las pantalonetas, tampoco los tenis pisa huevos: había descubierto los pantalones de   paño y ahora tenía tres, una camisa de manga larga y las zapatillas de cuero. Con una rigurosidad casi religiosa cuidaba sus prendas, se había vuelto meticuloso, ordenado; Adquirió tal porte que inspiraba respeto, por su comportamiento parecía un gentleman.

Antes de irse del salón miraba sus zapatos; en el pupitre guardaba un pedazo de dulce abrigo y mientras los demás se precipitaban hacia la puerta de salida, él apoyaba su pie sobre un cajón para brillar su calzado. Se iba satisfecho, salía erguido con los ojos viendo al frente, mirando tranquilo hacia la calle, con un aire de dignidad. Ahora ese mono o chimpancé era un hombre.

 

 Gustavo Henao Alonso Chica

. Libro: "Historias en agua y tierra" (Página 75)

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Gustavo Alonso Henao Chica nació el 19 de diciembre de 1957, en Jericó - Antioquia - Colombia. Entrenador paralimpico Es Licenciado en Educacion Especial por la Universidad de Antioquia; y Especialista en literatura Producción de Textos e Hipertextos por la Universidad Pontificia Bolivariana. Publicaciones: De la intimidad. Cuentos; Textos para Afrodita Poemas; En busca del asombro. Teatro. Fragmentos alucinados. Ensayos. Historias en agua y tierra. Relatos. Cuentos para leer en el crepúsculo. Cuentos. Coloquios de adolescencia. Articulos. Libro de poesias Saudade... Lançado em agosto/2021- Gustavo Henao Chica e Vanice Zimerman.

escritoresacademia1957@gmail.com

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